Un latte con dos de azúcar

Al entrar por la puerta de uno de los tantos coffee shops
situados en el área, inmediatamente soy bienvenida por el bullicio de personas hablando
por encima de las otras y, a mi derecha, puedo ver los granos de café siendo triturados por
la máquina a manos del barista.

Por Diana M. Leonidas Rivera 

Me acerco a la caja a pedir mi orden, “Un latte, por favor, con dos de azúcar, si no es problema”.
No me gusta echarle la azúcar luego, arruinaría el diseño que tanto se esmeraron en crear, sería
una desconsideración de mi parte. Visualizo el local tratando de situar un asiento libre para poder
sentarme con mi café a relajarme, y si encuentro los ánimos suficientes, estudiar. Encuentro un
lugar vacío y hago mi camino hacia él.
Cinco minutos después el barista llama mi nombre, agradezco y recojo mi café. La taza y su
platillo están puestos enfrente mío, blanco como la nieve, el líquido de un color que se acerca al
del caramelo. Y tan caliente que mi lengua siente un pequeño cosquilleo por su causa. 
El primer sorbo de mi café sabe a gloria, ni tan dulce ni tan amargo, solo perfecto -al menos eso
es lo que mi paladar exclama en estos momentos. Cierro los ojos y automáticamente me siento
en paz y tranquilidad, e irónicamente en un estado de soledad perfecta. Soy despertada de mi
trance por el bullicio que nunca realmente se fue. ¿Acaso estos lugares no están hechos para el
silencio y la tranquilidad? 
A la hora de disfrutar de un buen café me gusta coger mi tiempo, sin ajoros ni prisa alguna. Un
momento que atesoro y que, aunque pueda estar acompañada, es solo mío. Cada vez que tom un
sorbo de la taza, mi mente viaja a diferentes lugares. A veces, a los recuerdos donde mi abuela o

mi madre me inculcan el hábito del tomar café en las mañanas y en las noches, acompañado
siempre de unas galletas con mantequilla. O mi mente crea situaciones imaginarias como
también percibe la constante alarma que me dice que me ponga a estudiar y hacer las tareas
pendientes.